Tal vez les quedó algo de pudor y por ello escogieron el lugar más remoto, recóndito e inaudito para levantar sus templos.
Y fue, precisamente, su ubicación la que permitió que los mandires de la dinastía chandela pervivieran en el tiempo, y con ellos un sinfín de deidades, las que cubren sus fachadas, prácticamente desnudas, gozando con tanta naturalidad como descaro.
Y es que los templos de Khajuraho, a los que muchos llaman del amor cuando quieren decir sexo, no sólo son un capítulo indispensable en la historia india, fusión insuperable de la arquitectura y de la escultura más sublime, sino que son un sorprendente Kamasutra pétreo, en el que sus frescos representan todo tipo de posturas eróticas, en pareja, en grupo… e incluso con animales.